jueves, 3 de febrero de 2011

EL SENTIDO DE LA VIDA...por Bárbara Gispert Rubio





El Sentido de la Vida
Bárbara Gispert Rubio



Para mi Lela, que generosamente me regaló el mar.
Por ofrecerme mi mayor lugar de inspiración y de conexión con el mundo.
Por ofrecerme un hogar, mi lugar.




Amanecí.
Era sábado, todo parecía indicar que iba a ser un sábado cualquiera. El mismo aire fresco entraba por la ventana, propio de una mañana otoñal. El mismo ruido en las calles, no supe diferenciar bien entre tantos cláxones el ruido propio de una mañana otoñal. Espere atentamente poder escuchar el ruido de alguna hoja cayendo de algún árbol cercano, pero no lo conseguí, podría ser fascinante.

El sueño me había acompañado toda la noche como era de costumbre en éstas últimas semanas. Me sentía bien, con fuerza. No me produjo gran esfuerzo escaparme de las sábanas blancas en las que me veía envuelto, ésta mañana parecía que no tenían la intención de aprisionarme durante largas horas, me concedían el privilegio de ponerme en pie. 

Y así lo hice, una vez en pie sentí mi cuerpo. Por primera vez en mucho tiempo me paré a pensar en todos los órganos y extremidades que me constituían y en el trabajo constante que tiene lugar debajo de mi piel, me sorprendió. Reconocí la mancha de nacimiento que marcaba mi brazo, - que raro parecía estar más pequeña de lo normal, pero ¿hacia cuánto tiempo no reparaba en ella?, ¡era parte de mí!- me sentí un poco abandonado. Por un momento sentí el privilegio de poder contar con todos mis órganos en buen funcionamiento y un segundo más tarde de que simplemente funcionasen, estaba vivo. Dí gracias mirando al techo y luego me cuestione quién las recibiría -no importa, seas quién seas, gracias-.

Me dirigí al baño, necesitaba una buena ducha, una buena limpieza, no era consciente de lo que el día me tenía preparado pero sentí la necesidad de que todo aquello con lo que debía enfrentarme penetrase en mí de manera limpia y pura. Consideré que una buena ducha me podría ayudar a conseguir ésto – cualquiera diría que estoy loco- pensé. Me miré al espejo, reí. No me reconocí, o no quise reconocerme. Pero, ¿y si era yo? Evite la respuesta a esa pregunta y me dispuse a mi limpieza, como un coche espera en las limpiezas de las gasolineras. Recordé a mi hermano, y volví a reir.

Me sorprendió, me sentía más bien que de costumbre. Me sentía afortunado por poder ducharme, por poder limpiar mi cuerpo, y caí en la cuenta de que si de mi dependiese podría ducharme durante 24 horas seguidas, un día entero, con agua fría si tenía calor o con agua caliente si hacía un frío de esos que cortan el aliento. Pensé en todos aquellos que no podían permitirse algo así, en un primer momento aparecieron cientos de niños negritos en mi cabeza, todos ellos sonreían, parecían ser los de algún anuncio de alguna ONG. 

Recordé el día que lloré al ver un anuncio de esos, y en la impaciencia que me entró por querer traérmelos a todos conmigo,- todos no entraríamos en la ducha- pensé, -lo haríamos por turnos-.
Me dí cuenta que no hacía falta irme tan lejos, no hacía falta una piscina e incluso un océano para poder ayudar a alguien. Me acordé de Miguel, “mi amigo de la calle”. Y también me sentí afortunado de poder conocerle. Pensé en todos aquellos que se encontraban en su situación, la idea de que mientras yo dormía en mi cama de sábanas blancas, cientos de personas se acomodaban a base de cartones y con suerte colchones y mantas para poder pasar unas horas de sueño me atormentó. Y todavía me atormentó más el hecho de plantearme que no tenían nada que perder. Percaté un cierto alivio, es gente que vive el día de hoy como si fuese el último, mientras el resto vivimos como si fuese el primero. Fueron pobres o fueron ricos, pero el dinero ahora no tiene demasiada importancia. Son completamente diferentes, y aun así, al pasar, la mayoría fingen que no los ven, porque tienen miedo. Reflexioné acerca de ésta idea durante un tiempo, se me quitaron las ganas de seguir duchándome, había conseguido arrugarme. No obstante la idea de miedo permaneció en mi cabeza. ¿De qué teníamos miedo? Yo mismo había sentido miedo esa misma mañana, yo también me había cuestionado por qué me sentía tan bien, ¿acaso era malo estar bien? Parecía ser que sí, no malo, pero sí diferente. La diferencia da miedo. Todo aquello que pasa el horizonte de nuestro razonamiento, nos aterra. Ya no sólo de nuestro razonamiento sino de nuestra forma de vivir, de nuestro entorno, de nuestros hábitos. Intenté recapitular todas las situaciones en las que había sentido miedo e intente imaginarme todas las cosas que me habría perdido por ello, no era consciente, eso sí que me daba un miedo terrible. La insatisfacción de no tener lo que deseas y el miedo de perder lo que ya tienes no dejan vivir tranquilo a nadie, era una verdad como un templo.
Me encendí un pitillo, últimamente estaba fumando demasiado, -tengo que dejarlo- pensé, -¿a quién pretendes engañar?- pensé también.

Decidí vestirme con ropa cómoda, iba a salir a dar un paseo. Me propuse que todo lo que me pasase en ese día lo acogería de manera espontánea, dejándome llevar, sin miedo. No quería imponerme ningún tipo de meta u objetivo que provocase que en mí sólo se filtrase “lo que debería ser”. Quería ser libre,-¿cómo?- me lo preguntaría más tarde, ahora era momento de ponerse en marcha, le pedí a mi cabeza que callase durante unos minutos. 

Cerré la puerta como quién se despide para siempre de alguien que no volverá a ver, y dí los primeros pasos en busca de mi reencuentro. Me dí cuenta que llevaba la sudadera puesta del revés -mejor- pensé,-buena manera de empezar a ser diferente- y permanecí tal cual.


No quería planear el camino, le pase el mando a mis pies y a mi intuición.  
Era una mañana preciosa, empecé a ver el mundo de color amarillo, empecé a ver el sol en todas partes, en cada esquina en vez de sombras había luz. Mis pasos decidieron acercarme a un parque cercano- como me conocen- pensé. A medida que me aproximaba a mi primer destino recuperé la idea de libertad que había dejado pausada en mi cabeza. ¿Cómo ser libre? De alguna manera me sentí esclavo de esa palabra. - ¿No se supone que debería ser totalmente al contrario? -. Miré al cielo, los pájaros. Vuelan hacia al norte, vuelan hacia el sur, se posan en los árboles, se posan en el suelo, disponen de un espacio infinito, sin barreras, el cielo. De niño siempre deseé volar, pero nunca lo intenté. La idea de libertad me había acompañado gran parte de mi vida, ¿acaso no debería entender el significado de esta palabra?. Desde niño luché para que fuese mi tesoro más importante. Luché contra mis padres que querían que fuese arquitecto en vez de dejarme ser “yo más mayor” simplemente. El querer ser te impide ser quien eres. Me acordé de una amiga de la infancia, a la que intentaron marcarle los pasos, pero llegó a tiempo para recuperar su verdadero ser (tranquilos lo encontró, él siempre te espera).  Llegué a la conclusión de que la posesión de la libertad se consigue cuando no la vemos como una meta u objetivo, no se vive para ser libre, se vive siendo libre. La idea de alcanzar este deseo tan preciado por tantos oprime la posibilidad de poder rozarlo con los dedos. Tantos esclavos de los deseos de los demás, de la báscula, de los regímenes, de los proyectos interrumpidos, de los amores a los que no podía decir “no”. Seguí caminando, y me percaté de que en un primer momento había visualizado la libertad delante de mí, ahora caminaba en consonancia con mis pasos, a mi lado, la toqué y fui libre. 

Nada más llegar al parque fijé la mirada en una chica que llamó mi atención. Tenía el pelo más largo que había visto nunca, intenté imaginarla con otro pelo pero no lo conseguí. Estaba sentada bajo un arbusto, leyendo un libro. Me resultó interesante, atractiva, parecía saber del mundo. Intenté averiguar el título del libro, pero sólo conseguí leer la palabra “India”. Me gusto más. Me entraron ganas de sentarme con ella, deseé que esa acción resultase normal para todo el mundo y después me sentí esclavo de ese pensamiento -¿No querías ser libré?- me repliqué a mí mismo. No tenía intención de flirtear, simplemente conocer, pero me pareció divisar una especie de energía que la protegía en armonía, sentí envidia, no quise perturbar su espacio y continué andando.

"Han habido pocas mujeres a lo largo de mi vida" pensé. Aunque parezca extraño, esa idea nunca  había conseguido quitarme el sueño, al contrario, me sentía admirable por ello, -pocas pero muy buenas-. Hice un bagaje por mi recuerdo y fui a caer a mi primer amor, P. Tan sólo teníamos 13 años, tan sólo teníamos nuestra canción de amor, tan sólo “eramos novios y futuro matrimonio”. El primer beso, el primer nudo. Mi historia con P había conseguido convertirse en lo que decía la canción que escuchábamos, inolvidable. Pero desgraciadamente la adolescencia consigue llevarse todo lo real y traer consigo toda la tontería. Tu atención ya no se centra tanto en ti mismo, el mundo que te rodea gana fuerza. Tus amigos e incluso gente desconocida empiezan a ganar el poder.  

Pensé en mi madre y en su insistencia por abrirme mi camino, evitó con todas sus fuerzas que la confusión se apoderase de mí, en silencio y ésta vez mirando al cielo le dí las gracias. Recordé que ella hablaba constantemente de “la confianza en ti mismo y el autoestima”. Nunca me consideré un adolescente rebelde, exceptuando algunas situaciones propias del “ser adolescente”, pero éstas habían sido necesarias para convertirme en “yo mismo”. Reconocí el gran trabajo personal que mi madre había hecho conmigo en esos momentos de desorientación, donde la inseguridad y el desconcierto están a tiro de piedra. Consiguió que yo mismo me aceptase a todos los niveles, reconociendo mi valor y mi importancia, practicando mi propia aceptación. Gracias a esto adquirí las capacidades necesarias para confiar; viví el presente al instante, asumí mis responsabilidades y supe afirmarme. Busqué y encontré mi motivación, viviendo acorde con mis valores y persiguiendo mis metas. - Realmente un trabajo de chinos- admiré a mamá.

Mamá se fue. Alcanzó su misión en la vida, y se fue. Vivió para vivir. Durante tres años indirectamente entré en contacto con el temor de todos y de cada uno de nosotros, la enfermedad y la muerte. Como cualquier historia de amor y desamor, tuve que aprender a vivir con el cáncer, y a convivir con todas sus virtudes y defectos. No obstante el primer instinto de negación concurrió por mi cuerpo y la culpa se apoderó de mi pensamiento. -Como a todos, lo desconocido nos aterra- es decir, el miedo, como comenté antes. Pero mi historia con el cáncer no dejó de ser de manera indirecta, y no por ello inevitable. Mamá lo acogió bien, es más de alguna manera se entregó a él “sin miedo” pero en ningún momento consiguió hacerse con ella. Anduvo con él al lado, como yo  había andado con la libertad hacía horas. Mamá fue mujer, MUJER con mayúsculas. Era coqueta, dulce y sensible. Era bellísima, en sus ojos se transparentaba su ser. También fue madre, MADRE con mayúsculas, en cada gesto ofrecía ternura, cariño y protección, abrazaba con el alma. En alguna ocasión me había imaginado sus brazos a gran escala protegiendo mi casa. Siempre pensé que conoció la vida, siendo y estando en ella, perteneciendo. Incluso llegué a percibir como la vida recorría su sangre, ¿qué sentido tiene la vida si no tienes la ventana abierta?. Es algo que la enfermedad no consiguió arrebatarlo nunca. Considero que luchó para ganar y que finalmente ella ganó la guerra.

No obstante la enfermedad también dejó su huella, no sólo en ella sino también en los que nos quedamos aquí. Durante algún tiempo cientos de preguntas se impacientaban en mi almohada cada noche, esperando su merecida y no siempre posible respuesta. Ellas nunca venían solas, estaban acompañadas de la impotencia, de la frustración y del miedo, del maldito miedo.

Sigo andando. La gente sonríe, los niños agarran las manos de sus padres y otros la sueltan para echar a correr. Todo parece en orden, excepto que ninguna de estas personas sabe, o finge no saber, o simplemente no le interesa el hecho de que he sufrido mucho en mi pasado. ¿ Acaso no entienden por qué sufrí tanto? Deberían sentirse todos compadecidos por mí, tristes, solidarios; pero siguen riéndose, inmersos en sus pequeñas vidas que sólo existen un sábado cualquiera.
Me sentí ridículo por este pensamiento, seguramente muchas personas con las que me cruzo hoy, ayer y posiblemente mañana, también hayan sufrido y quizás todavía lo hagan. Quizás les rompieron el corazón, quizás también perdieron a alguien o quizás simplemente sufren porque no les enseñaron a no sufrir. Pero aun así yo no sé cómo ni por qué sufren. 

Me llamó mucha la atención la cantidad de gente con la que había podido llegar a cruzarme a lo largo de toda mi vida, ¿de dónde vienen y a dónde van? Andan por la calle, viajan en el metro o suben en el ascensor, ¿quién eres? ¿también necesitas reencontrarte? Posiblemente, aunque todavía algunos no lo saben o no quieren saberlo ya que supondría un esfuerzo, un trabajo, un intento, en definitiva supondría tiempo. Nacemos, crecemos y hemos sido educados con la máxima de que el tiempo es dinero. Pero ¿sabemos que significa la palabra tiempo? En vez de ver el tiempo como algo lineal, algo infinito, sin principio ni fin, el hombre lo acorta en periodos, para muchos se convierte en un día entero, para muy pocos en un segundo. Verdaderamente el día tiene 24 horas pero también tiene infinidad de momentos. Deberíamos ser conscientes de cada minuto, y aprovecharlo o contemplarlo. Si desaceleramos, todo dura más. Se me ocurrió mirar el reloj -¡¿las 12:00?!- para mí esta mañana no tenía tiempo ni para perderlo, las agujas del reloj se habían congelado.

Me senté en un banco cercano, es cierto que mis pies empezaban a acusar cansancio, les dí un descanso. De repente una voz a mi lado de la que no me había percatado comenzó a decir: -Me resulta  extraño. Yo al igual que el resto del mundo tengo un cuerpo, un corazón y una mente, y justo esto que compartimos es lo que nos distingue a unos de otros. Es irónico que dentro de los cientos de millones de personas que habitamos en el mundo somos tu y yo los que estamos sentados aquí. Somos únicos en el mundo. Tu y yo compartimos esa verdad. Eres dueño de ti mismo, de  tus elecciones y de tus decisiones. De tus logros y fracasos-. Tenía toda la razón, durante unos segundos me sentí dueño de mi mismo. Me reconocí en aquel paseo. Poseía mi cuerpo y todo lo que hacía. Mi mente, incluyendo todos sus pensamientos e ideas. Mis ojos y todas las imágenes que se proyectaban en mi retina. Mi boca, y todas las palabras que desprendía. Todas ellas eran mías, única y exclusivamente mías. Yo era yo, única y exclusivamente yo. 

Me pareció oportuno comentarle: - Creo que si la gente llegase a tu conclusión y se acostase y despertase con esta idea en la cabeza actuarían de manera diferente, evitando parecerse a su compañero de al lado, a su vecino millonario o a la modelo de intimissisi de las paradas de autobús.- Le dí las gracias y volví andar. 

A lo lejos divise aquella pequeña ermita  a la que solíamos asistir todos los domingos hasta que cumplí los 16 años. No es que ocurriese ningún tipo de evento fatídico que impidiese mi visita cada domingo, sino simplemente creo que me aburrí. Era sentarme allí durante la eucaristía y mi mente viajaba a otro lugar, pero ese lugar no era el lugar de Dios sino el lugar de mis preocupaciones que no dejaban abrir mi mente cuando Dios me abría las puertas de su casa. No me sentía cómodo y dejé de asistir, con poca conciencia de lo que aquello suponía. Nunca quise abandonar a Dios, Dios nunca me dejó abandonarle. No solía rezar muy a menudo, nadie me enseñó ha escuchar a Dios, y todavía no logro entenderlo del todo. Poco a poco me dí cuenta que algo así no podía basarse en meros pasos a seguir dispuestos en un guión típico de actuación, sino que el aprendizaje y la adquisición de tal destreza era puramente innata y se disponía dentro del ser de cada uno. Quizá no sea Dios, quizá no sea  Ala, quizá seamos nosotros mismos el ser que nos debe perdonar y nos debe responder y guiar en las ocasiones en las que nos encontremos más abandonados y perdidos. Yo solía hablar conmigo mismo, y cuando más me sentía cerca de mí, más me sentía cerca de Dios.

Era sábado, la eucaristía no comenzaría hasta unas horas más tarde. En un banco cercano bajo un alto roble robusto teñido de un amarillo anaranjado había una señora que debía rondar los 50 años de edad. Tenía los ojos cerrados, y hablaba para sí misma. No supe diferenciar si lo que transmitía era tristeza o felicidad, pero sus ojos cerrados desprendían  lágrimas que le empapaban toda la cara.

Esta vez sí, me senté a su lado y la señora comenzó a decir: -El famoso novelista Paulho Coelho dijo una vez que la vida siempre espera situaciones críticas para mostrar su lado brillante, y yo me pregunto: ¿es esto cierto realmente? A veces es verdad que cuando ocurren cosas pequeñas pero emocionantes a nuestro alrededor, de pronto sentimos como una fuerza de felicidad se cuela dentro de nosotros, mostrándonos lo grande y sorprendente que es la vida durante un rato. 

Parece que se nos abrieran los ojos de golpe y es en ese  momento cuando te sientes conectado con el resto de las cosas y de las realidades del mundo, con la naturaleza y con las personas. Son momentos increíbles, como cuando conoces la cara de tu hermano o tu sobrina por primera vez. Hay algo que se mete dentro de ti, literalmente, y te hace sentir la certeza del sentido que tiene vivir la vida: para poder vivir esos momentos y para poder ver ese tipo de cosas.-

Yo recordé ese sentimiento, la felicidad. Lo había experimentado de diferentes maneras pero en todas ellas lo reconocí dentro de mí. Yo también había llorado de felicidad, había tenido esa sensación de éxtasis, yo también había conseguido salir de mí mismo para entrar en contacto con esa fuerza mayor.   

- Pero,- continuó diciendo- ¿qué ocurre cuándo parece que estuviéramos desligados del mundo y de la gente, cuando sentimos que lo que acaba de ocurrirnos nos desborda, nos ahoga?
En momentos como esos, la vida se convierte ante nuestros ojos en una cuesta hacia arriba, que duele subirla y que tampoco nada nos asegura que al final de ella se acabe ese sufrimiento, ni siquiera que exista el final que deseamos e incluso un final exacto. 
Entonces, es cuando me pregunto acerca del sentido que pueden tener esos momentos, ¿para qué están? y ¿por qué por mucho que estés rodeado de gente que te ayuda y te quiere habrá siempre cosas que tienes que pasarlas solo? 

Pues he de confesarte que, en esos momentos en los que te duele la vida o algo de ella, hasta el punto en que parece un dolor físico, en ese punto de la cuesta en la que te gustaría dar al "pause" para coger fuerzas y secarte el sudor de la frente y de la espalda porque ya no puedes más, en mi cuesta hay una bicicleta, que para mí es la fe.

Es una bicicleta en la que voy montada recorriendo mi vida de cuestas fáciles y difíciles. Se desgasta, es cierto, tanto que a veces la he aparcado y he intentado seguir sin ella, pero con ella la vida se vive como las películas de 3D, con un horizonte distinto, más profundo.
Si has montado en bici alguna vez sabrás que, cuando pillas una de esas cuestas fuertes, coges aliento, levantas el culo del sillín, pedaleas más despacio pero más fuerte cada vez y centrándote en el final, de repente parece que avanzas por cada tres metros, cinco; algo así ocurre cuando tienes fe: sufres y te hundes, pero es en ese momento cuando algo te rescata, te ayuda, algo que te dice que luches, que des pedales, que no te rindas, que Dios te sostiene entre sus brazos.


Y es ahí, en el momento peor de la cuesta, como decía Paulo Coelho, en las situaciones críticas, que caes al vacío, cuando realmente sientes esa fuerza, muy parecida a la que sientes en el hospital al ver la cara de ese bebé, pero muy distinta porque tiene esta vez para ti otro significado y otra consecuencia, y te suspende en el aire, te hace reaccionar, te sacude y te emociona. Te devuelve el sentido que habías perdido: te da la vida. Eso es la fe para mí.

Me quedé perplejo, ¡lo había entendido!. En la simplicidad de aquella pequeña capilla, en la voz de la chica, en la luz de la mañana que todo lo inundaba, entendí por primera vez que la grandeza de Dios se muestra a través de las cosas más simples. Cerré los ojos a la vez que ella y lloré. La admiré. Minutos antes estaba preguntándome por Dios y ahora podía levantarme de este banco y continuar andando, porque Dios estaba conmigo y con el robusto roble que cubría mi cabeza. 
Ésta vez, mirándola a los ojos le dije: -Gracias, Dios está contigo-. Y proseguí con el paseo.

 Pero me dí cuenta de que no continuaba sólo. En mi hombro derecho había algo depositado, ¿desde hace cuánto tiempo estaba allí? Posiblemente desde que empecé a andar pero era ahora cuándo me daba cuenta de su presencia. El encuentro a las puertas de la ermita había abierto mi corazón y la espiritualidad recorría todo mi cuerpo. Era hijo de un todo, me sentía parte del universo. 
Era una fuerza, como una presencia sin nombre ni documento de identificación. Sólo se identificaba conmigo mismo, no requería de nada más, simplemente que fuese consciente de ella, de su presencia, de su protección y de su luz que envolvía todo mi cuerpo. “Nunca estarás sólo, todas las mañanas alguien que te quiere me manda contigo para protegerte y para pasear contigo a lo largo de este camino que es la vida”.

Intente imaginarme como sería la luz,como todo hombre tenía la necesidad de ponerle cara y nombre para poder adjuntarle a mi almacén mental. Decidí que sería un angelito, “mi ángel de la guarda vestido de blanco paseando a las orillas del Mar Menor”. 

Es cierto, habitualmente solía encontrarme rodeado de gente, pero no eran muchos los que solían penetrar dentro de mí. Ella, Z, era uno de esos pocos. Desde el primer momento lo supe, sus ojos despertaron mi alma, sabían dónde estaba el interruptor para encender mi amor. Era la primera vez, fui consciente de que estaba viviendo un momento inolvidable de mi vida, de esos momentos que no entendemos hasta que se han ido. Estaba allí, íntegramente, sin pasado, sin futuro, sólo viviendo aquel momento, aquella dulzura. A su lado entraba en una especie de adoración, de éxtasis, de gratitud por estar en este mundo, en ella encontré el amor. La vida quiso ponerla conmigo en un aquel momento de mi vida y yo no era quién para no invitarla a entrar. Siempre pensé que nuestra unión estaba premeditada, que fue una decisión del destino, unir dos almas que encajaban, las dos mitades de la naranja, una suerte del cielo. Me sentía muy afortunado por ello, no creía que todo el mundo pudiese disfrutar de un amor verdadero. 

Habría gente que no lo había encontrado o que incluso evitase buscarlo. Pero es preferible aceptar la soledad, porque si intentas huir de ella jamás volverás a encontrar alguna compañía. En cambio, si la aceptas en vez de luchar contra ella, tal vez las cosas cambien. Me he dado cuenta que la soledad es más fuerte cuando intentamos enfrentarnos a ella, pero se muestra más débil cuando simplemente la ignoramos. De ahí esas personas, que albergan en su ventana cada mañana la esperanza de la llegada de su príncipe azul. Mantienen la ventana abierta llueva o nieve, ya que no depende del tiempo que haga, de las condiciones externas sino de lo que guardan con llave dentro de casa, en su interior.

¿Qué hora era?-¡Llevaba prácticamente todo el día sin comer! ¡Llevaba prácticamente todo el día sin acusar ningún tipo de necesidad básica! El hambre, la sed o las ganas de ir al baño estaban de vacaciones o, ¿era yo? No era un sábado cualquiera. Una parte de mí que desconocía había salido a la luz y estaba haciendo milagros. Estaba como en otra dimensión del mundo, cada vez me sentía más cerca de mí mismo y más cerca de todas las realidades que me rodeaban. Sentía como todo se movía en perfecta sintonía con mis pasos, con el vaivén de mis brazos. No estaba bajo los efectos de ningún tipo de estupefaciente, no los necesitaba, era perfecto, era verdad. A pesar de que la realidad que percibía no era más que simples estímulos eléctricos en mi cerebro, sí era capaz de modificar lo que veía entrando en contacto en la misma sintonía.

Me sentía útil, había realizado un buen trabajo y era para nota. Según como se mire había tenido el día más productivo de mi vida o simplemente se había quedado en un largo paseo, en dos nuevos conocidos y en el ruido de mis tripas pidiendo auxilio. Sin dudarlo me quedé con la primera opción. Una serie de pensamientos cruzaron mi cabeza: amigos que se preocupaban por cosas que todavía no habían sucedido, conocidos que saben llenar cada minuto de sus vidas con tareas que me parecen absurdas, conversaciones sin sentido, largas llamadas para no decir nada importante. Había visto a mis superiores inventando trabajo para justificar su cargo, o a trabajadores que sienten miedo porque no les ha sido entregado nada importante para hacer ese día y eso puede significar que ya no son útiles. 

Hoy había escuchado a mi alma, esa parte de mí que estaba ansiosa por hablar, pero yo siempre había estado ocupado.
De vuelta a casa, me crucé con un músico que cantaba acompañado de su guitarra. Me paré en frente suyo y dejé que cada palabra de la canción, cada nota que tocaba, cada cuerda de su guitarra se implantasen dentro de mí. Mi cuerpo comenzó a bailar, las notas de la guitarra danzaban por dentro de mí, cada letra requería una fuerza inmensa por mi parte, como si el significado de ese momento, de esa canción se estuviese esculpiendo en mi interior. Sentí el arte de vivir, el arte de la vida. 

Llegué a casa justo en el momento en el que el sol empezó a esconderse. Podría ser el momento de parar de andar. Abrí la puerta y una nueva energía me dio la bienvenida. Mi cama, las generosas sábanas blancas, la taza del desayuno e incluso mi modesta ducha seguían ahí, inmóviles. Ninguna de ellas habían cambiado de sitio, pero sí formaban parte de una nueva realidad, de una nueva visión del mundo y de la vida.

Gracias a este paseo por el parque, por la vida, por una clase llamada “El sentido de la vida”, ahora sé más acerca de esta realidad tan compleja que es la vida. Sé que el significado de la vida, el sentido que tiene es el que cada uno le proporciona y le configura mediante su propia existencia y experiencia. Cada paso, cada persona, cada momento, tiene un sentido para mí y posiblemente también lo tenga para ti, pero no es ni será el mismo que el mío. Lo que tú quieras compartir conmigo me ayudará a seguir creando este sentido, al igual que yo haré contigo. Me enseñarás a conocer, a aprender y comprender cosas que nunca antes me supuse preguntarme, y ahora sí, porque mi sentido es más amplio. No es un abanico cerrado; mi abanico está abierto, y cada espátula es una oportunidad para crecer y para aprender más. Para rellenarlo con lo tuyo y con lo mío. Pero ni tu ni yo alcanzaremos jamás el saber absoluto ni la verdad absoluta. Siempre estaremos saciados de saber más. Y ese es el sentido de estar vivo: ser, estar y pertenecer a la vida.

Escribir no es sólo un acto de expresar un pensamiento, sino también reflexionar sobre el significado de cada palabra. Antes de cada palabra está el pensamiento. Y antes del pensamiento, está un destello que lo puso ahí. Todo, absolutamente todo en esta tierra tiene un sentido, y posiblemente en las cosas más pequeñas encontremos ese sentido que engloba las cosas más grandes...



3 comentarios:

  1. Hola Barbi, te conozco desde q naciste, te cuidé durante tu primer verano, conozco a tu padre a tus hermanos, primas, abuela y sobretodo a tu madre. Me ha emocionado tanto la parte q se refiere a tu madre q no he podido evitar escribirte.
    Me ha sorprendido gratamente tu interior y solo con la lectura se nota q tu madre hizo un gran trabajo.Me gustaría poder hablar contigo.Yo estoy en contacto continuo con la enfermedad por mi profesión y puedo entender tu evolución del dolor.Deseo q sigas alcanzando la felicidad día a día.

    ResponderEliminar